Isa caminaba sola por la calle, era muy temprano y hacía frío. Los comercios y bares de la zona recién abrían sus puertas o alzaban sus persianas, se oía alguna voz, un arrastrar de sillas y mesas para preparar las terrazas... Notaba el peso de la bolsa de plástico, sentía cómo si le cortase los dedos. Llevaba algo de fruta fresca que le encantaba para comer. Recuerdos del Caribe. Frutas exóticas… Mango, Aguacate, Cocos y los ricos Mamoncillos que tanto le gustaban, quizá una Chirimoya, Caimitos o Guayabas… Todo aquello que le recordase a casa. No era fácil encontrar todo lo que hubiese querido, pero en la cercana Boquería había un puesto donde tenían todo tipo de fruta. Realmente disfrutaba yendo allí cuando había fulitas. El hijo de la dueña, Herminia, al que ella conoció de chama y no mucho más que de vista, acabó siendo delegado comarcal de la Falange. Armando creyó recordar que se llamaba. Un tipo grande, anodino con unas gafitas redondas y un bigotito fino. Curiosas vueltas que daba la vida. Pensó en ello mientras caminaba. ¿Dónde habría ido a parar? Nunca te hubieras imaginado que alguien como él acabaría acabando donde acabó. Una lástima, porque no era mal chaval, ideas equivocadas. ¡Total! Un desperdicio. Éste y otros muchos pensamientos le acompañaban en su camino. Tras un cuarto de hora a paso ligero llegó a un portal casi invisible, humilde pero limpio, metió la llave en la cerradura mirando siempre a los lados antes de entrar. El Barrio Chino era por aquel entonces un lugar donde había que ser precavido, no todo el mundo era de fiar y los yonkis, cuando no tenían para meterse su dosis eran capaces de todo. Se volvían cómo locos, y con su ondular zombi se te pegaban cómo una lapa intentando conseguir algo de ti, siendo muy difícil quitártelos de encima. Lo bueno del barrio era que era barato, aunque peligroso. Isa lo sabía perfectamente y obraba en consecuencia. Subió las escaleras hasta el segundo piso, notando como se abría la mirilla de Doña Asun, sintiendo su mirada en la nuca. Luego, al cerrar... un clac repentino. Siempre lo hacía. Justo delante le esperaba la puerta de su casa, abrió y por fin dentro pudo soltar la bolsa, abriendo y cerrando la mano dolorida para reactivar la circulación. Justo en la sala le esperaba aquel sillón que dos chicos le ayudaron a subir de la calle, donde dormitaba al lado de un contenedor de la basura, aunque sin estar en muy mal estado. Tampoco podía ser muy exigente. Cansada, se sentó, o más bien se dejó caer en el sillón. Apenas recordaba la cantidad de hombres que navegaron sus caderas la noche anterior, siempre le ocurría. Pasado el tercero, los demás se difuminaban en su memoria. Llevaba haciendo esto desde los dieciséis años, incluso antes de ser temba. Mayor de edad, que dirían en España. Primero en Cuba, siendo una bella joven que siempre tenía una clientela constante de yumas. Gringos arrogantes y prepotentes, y Europeítos en principio más civilizados, pero que en cuanto pisaban la isla y veían el mercado femenino que tenían a su alcance, olvidaban su supuesta civilización y educación superior de la que solían hacer gala, y pecaban. Para ella eran todos iguales. La titulación universitaria en Cuba no te garantizaba poder trabajar de aquello para lo que habías estudiado. No conocía otra cosa. En su país le llamaban jinetera, aquí puta, y ninguno de los dos términos le gustaba. Tampoco le interesaba ni quería recordar nada. Se sentía sucia, usada, y sabía que esa misma noche volvería a iniciarse la rueda infernal que se repetía una y otra vez. Necesitaba la plata, la maldita plata. Al final todo se reducía a eso. Y quería huir, escapar… Salir de este círculo vicioso que nunca cesaba, quitarse esa soga del cuello. Volver a casa, limpia y libre. Quería...
Telémaco