2 de juliol del 2025

Isa

Isa y su soledad caminaban solas por la calle, era muy temprano y hacía frío. Los comercios y bares de la zona recién abrían sus puertas o alzaban sus persianas, se oía alguna voz, un arrastrar de sillas y mesas para preparar las terrazas...

Notaba el peso de la bolsa de plástico, sentía cómo si le cortase los dedos. Llevaba algo de fruta fresca que le encantaba para comer. Recuerdos del Caribe. Frutas exóticas… Mango, Aguacate, Cocos y los ricos Mamoncillos que tanto le gustaban, quizá una Chirimoya, Caimitos o Guayabas… Todo aquello que le recordase a casa. No era fácil encontrar todo lo que hubiese querido, pero en la cercana Boquería había un puesto donde tenían todo tipo de fruta. Realmente disfrutaba yendo allí cuando había fulitas. El hijo de la dueña, Herminia, al que ella conoció de chama y no mucho más que de vista, acabó siendo delegado comarcal de la Falange. Armando creyó recordar que se llamaba. Un tipo grande, anodino con unas gafitas redondas y un bigote fino. Recordó su mal olor corporal, algo contra lo que él no podía luchar. Su titulación en medicina le dijo que Bromhidrosis se llamaba su enfermedad. Curiosas vueltas que daba la vida. Pensó en ello mientras caminaba. ¿Dónde habría ido a parar? Nunca te hubieras imaginado que alguien como él acabaría acabando donde acabó. Una lástima, porque no era mal chaval, ideas equivocadas. ¡Total! Un desperdicio.

 Éste y otros muchos pensamientos le acompañaban en su camino. Tras un cuarto de hora a paso ligero llegó a un portal casi invisible, humilde pero limpio, metió la llave en la cerradura mirando siempre a los lados antes de entrar. El Barrio Chino era por aquel entonces un lugar donde había que ser precavido, no todo el mundo era de fiar y los yonkis, cuando no tenían para meterse su dosis eran capaces de todo. Se volvían cómo locos, y con su ondular zombi, cómo barcos que navegan ya hundidos se te pegaban cómo una lapa intentando conseguir algo de ti, siendo muy difícil quitártelos de encima. Lo bueno del barrio era que era barato, aunque peligroso.

 Isa lo sabía perfectamente y obraba en consecuencia. Subió las escaleras hasta el segundo piso notando como se abría la mirilla de Doña Asun, sintiendo su mirada en la nuca. Luego, al cerrar... un clac repentino. Siempre lo hacía. Justo delante le esperaba la puerta de su casa, abrió y por fin dentro pudo soltar la bolsa, abriendo y cerrando la mano dolorida para reactivar la circulación. Justo en la sala le esperaba aquel sillón que dos chicos le ayudaron a subir de la calle, donde dormitaba al lado de un contenedor de la basura, aunque sin estar en muy mal estado. Tampoco podía ser muy exigente.

Cansada, se sentó, o más bien se dejó caer en él. Apenas recordaba la cantidad de hombres que navegaron sus caderas la noche anterior. Siempre le ocurría. Pasado el tercero, los demás se difuminaban en su memoria. La gente cree que una puta nace en la esquina, pero Isa nació en La Habana, con bata blanca y un título de medicina. Cuando le flaqueaban las fuerzas se decía a sí misma: “Aquí curo con mi boca, con mi cuerpo, pero sigo siendo doctora, aunque el paciente no siempre se dé cuenta”. Llevaba haciendo esto desde los dieciséis años, incluso antes de ser temba. Mayor de edad, que dirían en España. Primero en Cuba, siendo una bella joven que siempre tenía una clientela constante de yumas. Gringos arrogantes y prepotentes, y Europeítos en principio más civilizados, pero que en cuanto pisaban la isla y veían el mercado femenino, carne joven y fresca que tenían a su alcance, olvidaban su supuesta civilización y educación superior de la que solían hacer gala, y pecaban. Para ella eran todos iguales.

La titulación universitaria en Cuba no te garantizaba poder trabajar de aquello para lo que habías estudiado. No conocía otra cosa. En su país le llamaban jinetera, aquí puta, y ninguno de los dos términos le gustaba.

Tampoco le interesaba ni quería recordar nada. Se sentía sucia, usada, y sabía que esa misma noche volvería a iniciarse la rueda infernal que se repetía una y otra vez. Necesitaba la plata, la maldita plata. Al final todo se reducía a eso. Y quería huir, escapar… Salir de este círculo vicioso que nunca cesaba, quitarse esa soga del cuello. Volver a casa, limpia y libre. Quería... 

Isa despertó con un sobresalto que fue incluso físico. Prácticamente botó en el sillón. Le invadió una sensación de inquietud y malestar cuando vio la luz que entraba por la ventana del salón, luminosa por la mañana, pero gris en ese momento. Se dio cuenta de que se había dormido y no sabía ni la hora que era, pero sí sabía qué había faltado a su jornada en el supermercado donde trabajaba de día. Supuso, sin mucho temor a equivocarse, que iba a ser despedida. Eso significaba muchas cosas, y ninguna buena.

Desanimada se dirigió a la cocina donde se sirvió algo de fruta en una fuente. Volvió al salón dejándola sobre la mesa, con sus cuatro sillas de las que solo se usaba una, que apartó para sentarse a comer. Masticó la fruta de mala gana, su ánimo no le permitió siquiera disfrutarla. ¿Cómo iba a disfrutar de la comida si no sabía que iba a ser de ella en una semana? Su ‘trabajo’ de Jinetera no le alcanzaba para pagar el alquiler, las facturas, la comida y su vida en general. ¿Qué iba a hacer ahora?

Sintió la más pura desolación. Sabía por experiencia que no existían los príncipes azules. Nadie vendría a rescatarla.

En Cuba todas las mujeres sabían que, si se preñaban, el padre desaparecía. Era un hecho consumado y todas ellas lo sabían. Si la vida ya era difícil para el cubano de a pie, la mujer siempre se llevaba la peor parte. Podría decirse que esto era así en casi todo el mundo.

Por supuesto, tu vida resultaba mucho más sencilla si comulgabas con los Castristas. Lo que, en un principio, la revolución de los barbudos fue una respuesta contra la injerencia de los EE.UU. Una negativa total a ser el patio trasero de América, su sala de fiestas, casinos y prostíbulos, pronto se convirtió en otra dictadura en la que los afines vivían bien, pero los que no… apenas podían. Cómo ella, muchas mujeres huyeron de la isla, buscando fuera lo que nunca podrían tener dentro. O eso creían, hasta que cayeron en su error.

Ella eligió España como patria hermana, luego se dio cuenta de que era más bien hermanastra. Problemas parecidos dando igual el lugar o el sitio. 

Isa vio de lejos la entrada del supermercado y empezó a sentirse mal instantáneamente. Vio las puertas acristaladas, con los carteles que anunciaban lo que se vendía dentro. Llego y empujó la puerta adelante para poder entrar. Sintió, en ese justo momento, como las miradas de todas sus compañeras se dirigían hacia ella, susurros, pequeños gestos de complicidad, pero no con ella, si no entre ellas. Con el paso firme e intentando controlar sus nervios, se dirigió a la oficina de dirección. El personaje en sí le repugnaba. Un hombre calvo, siempre sudoroso y con una tripa que pareciera una pelota de básquet. Prepotente, desagradable y antipático, seco. La observo como si se tratara de un cubo de basura, sólo enarcando las cejas, cómo preguntando ¿Qué haces tú aquí?  Ella, por muy brava que fuera, y lo era, sólo pudo agachar la cabeza e intentar explicarle a este hombre por qué había faltado ese día a su trabajo. Jamás lo había hecho antes, y no le parecía justo un despido tan fulminante. Así se lo dijo a aquel hombre, cómo pudo y le salió, intentando contener sus lágrimas. Estaba mucho en juego, su futuro, su vida… sin más. Él la miraba, y sus ojos pedían sin hablar algo a cambio de lo que Isa necesitaba. Ella, en un solo momento, decidió que antes preferiría quedarse sin ese trabajo que acceder a los deseos de semejante cerdo. Le miró, desafiante, a los ojos. Cómo diciéndole que jamás iba a conseguir de ella lo que de ella buscaba, y debió surtir efecto, porque tanto macho que era, se fue apocando poco a poco y al final musitó ‘Bueno Isa, creo que te puedes reincorporar mañana, pero no vuelvas a dormirte’ .Ella le dio las gracias sin darle la mano. Simplemente una mujer y su dignidad trabajando juntas. Salió de allí con el corazón latiéndole en el pecho como una máquina a 10.000. Revoluciones por minuto. Lo había conseguido.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           Pseudonimo: Telémaco                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                         

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